Rara costumbre

UN CUENTO DE JOSE MANUEL FERNANDEZ.

Cultura 25/10/2020 Primera Info Primera Info
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La nota salió rasposa, desafinada. Dejó el saxo con bronca y largó un grito al piso, empapándose los labios con su baba. El disco de Charlie Parker seguía sonando casi con culpa. Se sentó con calma a mirar el vidrio de la ventana, tajeado por las afiladas gotas de lluvia que el viento nocturno sacudía como flechas. Estaba cansado. Sus párpados le pesaban, húmedos, lánguidos. Pensó en ella una vez más. Su recuerdo era como un oleaje interminable que iba y venía, espeso, espumoso. Era un peso que lo aplomaba, lo aplastaba contra la tierra. Pero en cierto punto era un sentimiento necesario que le provocaba un cálido sufrimiento.

No se sentía bien. Hacía tiempo que no se sentía bien. En un par de horas tenía que ir a tocar y la inminencia lo intranquilizaba. El jazz no es algo fácil de llevar. Necesitaba despejarse, pero no quería caer de nuevo en esa costumbre tan decadente. Sin embargo, el recuerdo lo fue tironeando y arrastrando lentamente por esos callejones nocturnos de la ciudad, alumbrado por alguna luz cansada, vieja, acompañado por el murmullo relajado de algún bar que estaba por cerrar. Podía volver a sentir, casi como saboreándolo, el estómago esponjoso y el maullido de dolor que largaba el animal cuando lo golpeaba de una patada. Porque eso era lo que lo motivaba, lo que lo inspiraba, lo que lo revivía: patear gatos.

Se podría decir que su musa inspiradora era esa curiosa costumbre, la cual había comenzado un par de meses atrás, en una de esas noches en que la voluntad empieza a ceder paso a la desidia. Esas noches que aprietan las clavijas de las sensaciones hasta hacernos perder en la inutilidad de las quimeras. Desconozco el efecto que causaría en su alma, pero todo le salía bien después de patear a diestra y siniestra a cuanto felino se le cruzara en su odisea nocturna. Volvía a su casa, tomaba el saxo y se encaminaba para el bar con una relajación espiritual que le provocaba un aplomo en su persona realmente envidiable. La rutina era siempre la misma: llegaba, saludaba, pedía una medida de Johnnie Black y se subía al escenario sin importarle nada más que la música, borrando de su mente cualquier vestigio de enamoramientos inútiles y preocupaciones mundanas. Después de esto, pedía otra medida, saludaba nuevamente y se volvía a su casa con un bienestar que rozaba la negligencia.

Todo indicaba que esa noche no iba a ser la excepción.

A pesar de la lluvia decidió salir. No podía aguantar más. Empezó la caminata, despacio, disimulando su ansiedad, con la convicción de que las cosas aparecen cuando uno menos lo espera. De golpe se topó con un felino desprevenido y ahí empezó el concierto. Largó la primera patada acompañado por el primer acorde estremecedor de la orquesta. Un silencio súbito. Los violines que comienzan a repiquetear. Sus ojos inyectados en sangre, buscando. El sudor que cae. Un estruendo de bronces, un felino que pasa. Persecución. Lo alcanza. Revolea la pierna. Una nota sostenida del coro, momento cúlmine. El felino volando por los aires. Continúa la cacería, acompañado por los violines rasposos, corridas, pies en los charcos de lluvia. Barro. La respiración se agita. Entra la percusión con una cabalgata. Montones, montones de gatos volando por los aires. Se cansa. Ya tuvo demasiado. Ya tuvieron demasiado. El oboe hace una última melodía con un arpa que lo acompaña. La orquesta se apaga. La noche vuelve a quedar en calma.

Emprendió el regreso a su casa renovado, respirando el frescor que la lluvia deja en el aire cuando se retira. Nunca había tenido una noche tan buena. Nunca había encontrado tantos gatos al pasar. Quedó desconfiadamente asombrado de la relativa docilidad con que los felinos se dejaban atrapar. De pronto se despertó en lo más profundo de su ser ese sentimiento de inestabilidad que el éxito provoca en las almas débiles. No obstante, no quiso opacar su confianza y se entregó a saborear la adrenalina fresca, que con tanto esfuerzo había conseguido.

Ya que esa noche no fue la excepción, volvió a su casa, agarró el saxo y se enredó en las calles de la ciudad hasta llegar al bar. Saludó, sintió el ardor del whisky en la garganta y se subió al escenario.

Todo salió como nunca. Su improvisación resbalaba dócilmente por los acordes de los temas. Por su mente sólo se cruzaban las imágenes de los gatos despatarrados en el asfalto húmedo, bajo la lluvia embarrada y obscena que ocultaba sus bajezas. Cada golpe de platillo brillante que el batero soltaba le recordaba el quejido de los gatos cuando los pateaba, llevando hasta el paroxismo su bienestar. Sus ojos estaban cerrados pero su interior estaba brillante, alumbrado por la música que lo envolvía.

Cada golpe del contrabajo le recordaba el sonido hueco de sus botas chapoteando en los charcos de agua, desesperado, extasiado. Enseguida los aplausos, abrió los ojos porque el concierto había terminado y vio algo que lo incomodó. Junto a la ventana, del lado de afuera, un gato lo miraba fijamente, desentonando con las caras risueñas que veía en el público. Bajó un poco abrumado del escenario y se arrimó a la barra, con un cosquilleo inexplicable en su cuerpo. El gato todavía estaba ahí, mirándolo. Su respiración comenzó a agitarse y una sensación de angustia le oprimía el pecho. El gato no se movía. Decidió no tomar el último whisky, quería salir desesperadamente de ahí. Se fue, sin saludar.

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El frescor de la noche lo alivió un poco. El gato ya no estaba. Caminó de forma errante hasta su casa, con la sensación de que algo no marchaba bien.

Puso la llave en la cerradura de la puerta principal del edificio con una desesperación disimulada. Empujó con algo de esfuerzo la puerta y entro rápidamente en el hall de entrada, dejando atrás el frío y el silencio de la noche. El pasillo se extendía desganado, opaco, alumbrado por una tenue luz de cobre. Su mirada fugaz alcanzó el hueco brumoso por donde se metía la escalera y en el recodo adivinó la figura de un gato, sentado, que lo miraba fijamente. Quiso engancharlo de nuevo con la mirada pero la figura ya había desaparecido. Se encaminó hacia la escalera lentamente, sus piernas estaban completamente entumecidas.

El silencio se le clavaba en las orejas como un alfiler. Subió uno a uno los escalones conteniendo la respiración cada vez que crujía la madera, pero el aire se escapaba caprichosamente de su boca en medio de un vapor suplicante. Alcanzó por fin el piso donde estaba ubicado su departamento. La luz de abajo llegaba casi sin aliento a través de la escalera, pincelando en colores oscuros la forma de la puerta de su casa. No pudo contener un gemido de terror al notar que estaba entreabierta. Se acercó despacio y la empujó suavemente con la palma de su mano temblorosa, intentando desnudar -de una vez por todas- el interior de su hogar. Junto a la ventana, sentado sobre la mesa, alumbrado por la luz que la noche arrojaba desde afuera, estaba relamiéndose el mismo gato que hacía un rato lo miraba desde la escalera, sólo que esta vez acompañado por cien o doscientos gatos más.

Le fue imposible llegar a prender la luz. No debe ser fácil desprenderse de un montón de felinos irritados.

Casi por piedad, le concedieron el favor de permitirle morir a ciegas.

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