Policiales Primera Info 20/06/2022

La historia del sacerdote de Olavarría que mató a la esposa y la hija

Pedro Nolasco Castro Rodríguez fue el primer párroco de la ciudad. A las mujeres las mantuvo escondidas en Buenos Aires hasta que una supuesta infidelidad desató la tragedia.

Es un informe realizado por  Luciana Soria Vildoza para el portal TN:

“Hágame un cajón muy grande. Es para una señora muy gorda que me la mandan de afuera”, pidió al carpintero el sacerdote Pedro Nolasco Castro Rodríguez, el primer párroco de la ciudad de Olavarría. Era el mes de junio de 1888. Castro Rodríguez tenía entonces 25 años y de esa manera pretendió salir impune de los femicidios de su esposa y de su hija para no manchar su imagen y mantener su cargo.

Un veneno fuerte y un martillo fueron las armas con las que el religioso, que había nacido en España, asesinó a su mujer Rufina Padín y a María Petrona, su hija de 10 años. Durante todo un mes Castro Rodríguez consiguió que su secreto estuviera a salvo, pero la inesperada intervención de su sacristán, Ernesto Perín, derribó su coartada y le costó una condena a la pena máxima.

De Galicia a La Boca

Castro Rodríguez nació en España en 1844 y se ordenó como sacerdote a muy temprana edad. Su congregación lo envió poco tiempo después a Uruguay y fue allí, en Montevideo, que su vida dio el primer giro brusco de dirección.

Del otro lado del charco conoció a un pastor de la Iglesia Anglicana de apellido Thompson y se abrazó a esa doctrina religiosa. Para ello, Castro Rodríguez tuvo que renunciar a la Fe católica en la que se había formado y, un par de años más tarde, lo trasladaron a Buenos Aires.

El hijo pródigo

El exsacerdote se enamoró por primera vez en las calles porteñas del siglo XIX. La mujer que le robó su corazón se llamaba Rufina Padín y tras dos años de noviazgo la pareja se casó en 1873 en un templo metodista.

En el barrio de La Boca el flamante matrimonio probó suerte, primero poniendo una escuela, pero no resultó como esperaban y se mudaron a Ranchos, donde Castro Rodríguez se dedicó de lleno a trabajar el campo. Pero tampoco entonces mejoró su situación económica.

Sin poder levantar cabeza, apeló a un recurso desesperado: el regreso del hijo pródigo. Castro Rodríguez pidió una entrevista con el cura párroco de Nuestra Señora de La Merced, Mariano Antonio Espinosa, y le manifestó su voluntad de volver al catolicismo.

El cabo suelto

Aquella decisión fue la bisagra a partir de la cual todo pareció mejorar para él: Espinosa dijo que sí, lo rehabilitó y lo envió después como teniente cura a la ciudad de Azul. Hacia allá se dirigió Castro Rodríguez junto con su mujer y en ese lugar, también, se convirtió en papá. En julio de 1878 nació la primera y única hija de la pareja. La llamaron María Petrona.

Pero cuando todo parecía que no podía estar mejor fue que el sacerdote se dio cuenta de que existía un cabo suelto que le podía hacer perder la posición que con tanto esfuerzo había logrado: su familia. Las necesitaba lejos para no levantar sospechas. Y Castro Rodríguez convenció a las dos mujeres de que se mudaran a Buenos Aires bajo la promesa de ir a visitarlas cada vez que pudiera.

Ascenso y caída

En 1880 el arzobispado lo ascendió a cura párroco y lo transfirió a Olavarría para hacerse cargo de la iglesia. Se transformó así en el primer sacerdote del primer templo de la ciudad, San José, que se ubicaba donde ahora está el Teatro Municipal.

La inseguridad que sentía Castro Rodríguez respecto de su situación personal estalló del todo el 5 de junio de 1888, cuando Rufina y Petrona se tomaron el tren y viajaron a Olavarría para verlo. Solo que no se trataba de una visita sin motivo.

Para Rufina, su esposo la estaba engañando con otra mujer. Se lo planteó ese mismo día mientras cenaban delante del sacristán Ernesto Perín y fue motivo de una fuerte discusión: ella quería quedarse a vivir en esa casa con él y con su hija, y Castro Rodríguez no tenía ninguna intención de permitirle que lo hiciera.

Un frasco de veneno y un martillo

Cuando su esposa y su hija se acostaron, el hombre le dijo a Rufina que iría a comprarle algo para que le calmara los nervios y efectivamente fue a una farmacia, pero volvió con un poderoso veneno en lugar de un calmante.

Castro Rodríguez esparció sobre una rodaja de pan el alcaloide derivado de la belladona que había comprado y obligó a Rufina a comerla. Creyó que la mujer se quedaría dormida y moriría sin darse cuenta siquiera, pero la víctima empezó a gritar en medio de una crisis de convulsiones y, ante ese cuadro imprevisto, se aseguró de “terminar” con su plan lo más rápido posible.

Así fue como el sacerdote tomó un martillo que guardaba en la casa y le destrozó la cabeza a su esposa, con dos certeros y mortales golpes. Después usó lo que quedaba en el frasco para envenenar a su hija. La nena murió en menos de tres horas.

Dos cuerpos y un ataúd

La noche del crimen el cura la pasó en compañía de Rufina y Petrona por última vez. Con las primeras luces del 6 de junio, se puso en marcha para dejarlas definitivamente atrás. Primero tramitó un permiso de inhumación y después fue hasta una carpintería cercana a pedir que le prepararan un ataúd grande.

Al volver a su casa con el cajón, Castro Rodríguez metió en su interior primero el cuerpo de su esposa y después el de Petrona. La tapa no cerraba, entonces se sentó encima del féretro y presionó con todas sus fuerzas, hasta que lo consiguió.

Justo llegó el sacristán y lo encontró terminando de limpiar las manchas de sangre que había en el piso. Aunque no eran muchas las que quedaban a esa hora, fueron suficientes para llamar la atención de Perín, a quien tampoco le pasó inadvertida la ausencia de las mujeres.

Después del horror, la mentira

Cuentan las crónicas de aquella época que durante el mes que le tomó al sacristán decidirse a denunciar al párroco, este siguió dando misa como si nada hubiera ocurrido y no fueron pocas las veces en las que sus fieles lo encontraron llorando en la iglesia.

Ante la preocupación de la gente, Castro Rodríguez volvió a mentir. Les decía a todos que su madre había muerto recientemente y que pensaba en viajar a su país natal para despedirse de ella.

El 28 de julio la historia que el sacerdote había inventado llegó a su capítulo final. Perín lo había denunciado y la policía se lo llevó esposado de la que había sido su parroquia.

El número 13

El cura se quebró y no solo confesó los asesinatos, sino también el lugar en donde había escondido el frasco con las sobras del veneno y el martillo.

La Justicia lo condenó a reclusión perpetua y Castro Rodríguez cumplió su pena hasta que murió, en 1896. Lo hizo, encerrado solo con sus fantasmas, en la celda número 13 del penal de Sierra Chica. El mismo número de la sepultura donde había hecho enterrar a Rufina y a Petrona.

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